Meditatio mortis. Pasado y presente de un tema universal

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Meditatio mortis. Pasado y presente de un tema universal

“Se puede clasificar a los hombres siguiendo los criterios más caprichosos:  según sus humores, sus inclinaciones, sus sueños o sus glándulas. Se cambia de ideas como de corbatas; pues toda idea, todo criterio viene de lo exterior, de las configuraciones y de los accidentes del tiempo. Pero hay algo que viene de nosotros mismos, que es nosotros mismos, una realidad invisible, pero interiormente verificable, una presencia insólita y de siempre, que puede concebirse en todo instante y que no nos atrevemos jamás a admitir, y que no tiene actualidad más que antes de su consumación: es la muerte, el verdadero criterio… Y es ella, la más íntima dimensión de todos los vivientes”. E. M. Cioran

La Semana Santa y todo lo que ello conlleva, invitan a reflexionar sobre la mortalidad humana. La muerte es un tema universal, es uno de los grandes temas como el amor, la vida o el paso del tiempo. Cada época ha percibido de manera distinta estas cuestiones, de modo que el arte y la literatura se nos presentan como un muy provechoso informe para conocer y comprender los cambios que han experimentado dichos asuntos a lo largo del tiempo.

En la España de los siglos XVI y XVII, la iconografía macabra de las vanitas se convirtió en un factor muy importante, tanto en la literatura como en las artes plásticas. Antonio de Pereda fue el primer autor español que comprendió su potencial dramático y, a lo largo de su carrera, demostró particulares habilidades para plasmarlas con fuerza y convicción. Sus vanidades dependen de un vocabulario simbólico tan simple como poderoso, orientado a mover al espectador a la consideración de las postrimerías y al cuidado de la salvación del alma. El Sueño del caballero, realizado alrededor de 1670, constituye una típica meditatio mortis barroca: riqueza, dignidades y poder, gloria militar, belleza física, placer amoroso, ciencia, sabiduría…, todo es nada frente al triunfo último de la muerte, remarcada por la calavera y el cirio apagado. Pereda nos presenta a un joven caballero, ricamente ataviado, que se ha quedado dormido y sueña presumiblemente con las glorias y miserias que hay sobre la mesa.Un ángel le advierte de la fugacidad de los bienes terrenales mostrándole la siguiente leyenda: Aeterne Pungit cito volat et occidit (“Nos atormenta eternamente, llega con rapidez y mata”).

A partir del siglo XVIII las vanitas tendieron a desaparecer bajo el efecto del racionalismo y del papel secularizador de la Ilustración. Con el romanticismo, el repertorio tradicional de la iconografía religiosa, alegórica, mitológica e histórica, dio paso a una nueva iconografía, aunque algunos temas de carácter religioso y humanista, como la muerte, no dejaron de representarse sino que adoptaron una nueva significación, una nueva intención, llegando a transformar en algunos casos incluso su verdadera esencia. En su afán individualista, la actitud de los románticos frente a los símbolos y los temas universales fue libre, individual y subjetiva.

Cuando parece que Dios ha muerto, y la creencia en la vida ultraterrena se vuelve insostenible, el ser humano busca, al igual que los poetas de la Antigüedad, una posibilidad de trascendencia para que su muerte orgánica no suponga obligatoriamente el fin de todo. La idea de la perdurabilidad del arte, capaz de sobrevivir a aquello que es mortal, nos acerca a la inmortalidad de la fama: la satisfacción que provocará en nosotros el hecho de que las generaciones posteriores nos recuerden por aquello que hemos creado. El arte es considerado como una de las formas de trascendencia humana, tal vez se crea para no morir jamás. Este nom omnis moriar (“no muero por completo”) es quizás uno de los conceptos mas bellos de la idea de la vanitas.

Surgió desde la época romántica una posición ética y filosófica que, ante el fracaso de la revolución política, vio en el arte y el poder creador del artista, una forma de educación y renovación del hombre. El arte se erigió en un sector de creación y libertad al margen de las limitaciones impuestas por la necesidad, asumiendo la tarea de una revolución que no podía llevar a cabo ni la naturaleza, ni la política. Este cometido fue el que siguieron posteriormente las vanguardias modernas: no hay creación sin transgresión, sin muerte, sin violencia, sin exceso.

La crueldad de la Primera Guerra Mundial ocasionó una angustia y un vacío existencial en la sociedad, que dio lugar a nuevas formas de creación y expresión. La conciencia de paraíso perdido empapó gran parte de la creación de las vanguardias artísticas y literarias hasta 1910, cuyas distintas manifestaciones fueron perceptibles durante todo el siglo XX. Tras la Segunda Guerra Mundial, la obra artística de las vanguardias radicales perdió su singularidad y su capacidad de subversión, el arte se convirtió en objeto de consumo, abriéndose a la polisemia, a la multiplicidad del lenguaje. Si la negación, la rebelión y la transgresión, caracterizaron el arte de la primera mitad de la centuria, la ausencia, la desposesión, la imposibilidad, la impotencia, la fragmentación, la aporía y la ilegibilidad ocuparon la escena finisecular.

La modernidad y la postmodernidad se separaron de forma irreconciliable, desembocando esta última en una crisis del proyecto moderno y en la banalización de su sentido transgresor. Esta ruptura no fue exclusivamente cultural, sino que, en realidad, las teorías de la posmodernidad anunciaron el advenimiento de un tipo de sociedad completamente nueva a la que se conoce como “sociedad postindustrial”, “sociedad de consumo” o “sociedad de la información”. De hecho, siguiendo a Jameson, un aspecto fundamental del postmodernismo, entendido como una pauta cultural y no como un estilo, es el desvanecimiento de la antigua frontera, esencialmente modernista, entre la cultura de élite y la llamada cultura comercial o de masas, y la emergencia de obras imbuidas de formas, categorías y contenidos propios de esa “industria de la cultura”: el kitsch, las series televisivas, la publicidad, los moteles, las películas de Hollywood de serie B, la llamada “paraliteratura”….

Los ideales estéticos situados en esta dialéctica consumista tienen como contrapartida la plasmación de lo macabro, de lo terrorífico, de lo monstruoso, todo ello perfectamente articulado a partir de la tecnología, la ingeniería genética, la cirugía o la robótica. Los temas presentes en este contexto, no son distintos a los que han existido siempre, lo que cambia es su tratamiento, un tratamiento reduccionista que se centra de forma obsesiva en lo corporal y en el cómo los nuevos avances tecnológicos inciden en su cosificación, al modo de cualquier objeto de consumo. Esa obsesión por el cuerpo responde a varias ideas que van desde la angustia de la existencia, ya que sigue siendo el lugar donde acontece la enfermedad, la vejez y la muerte, hasta las implicaciones del arte en las formas de consumo que la globalización de mercado establece.

En el siglo XX, siglo de asesinatos en masa, genocidios y terribles enfermedades, se entendió perfectamente la proliferación de un arte macabro común, aunque no necesariamente fúnebre. Fueron muchos los artistas que crearon sus propias vanitas, recuperando este género mortuorio a través de diferentes actitudes, como el miedo, la curiosidad, el rechazo o el sentido del humor, convirtiendo las calaveras en un motivo habitual para todos los movimientos artísticos. Incluso el pop art, con su obsesión por glorificar la vida moderna en detrimento del pasado, la adoptó como icono permanente, como bien queda demostrado en la serie Squeletons de Andy Warhol.

En los años 80, el sida irrumpe en el panorama social, el contagio de la enfermedad introduce un grave interrogante sobre la muerte en el despreocupante contexto impuesto por una de las décadas más liberales de la historia reciente. En la actualidad este “retrato universal” que es la calavera, no es ya sinónimo de amenaza mortal como en el pasado, ha dejado de estar asociado exclusivamente a la muerte, al miedo y al peligro. Aunque sigue presente la idea de la caducidad y la fugacidad de las glorias terrenales, estas ideas se evocan de otra forma, especialmente con imágenes del deterioro de la naturaleza o del vacío de nuestras vidas dentro de la sociedad de consumo. Es como sí a la advertencia de la muerte física individual le hubiera sucedido la de la muerte en vida de la alienación y la del fin colectivo de una catástrofe planetaria.

La calavera se mantiene como símbolo macabro por excelencia, pero en versión totalmente desacralizada. Lo vemos en el trazo naif de los cuadros de Keith Haring o en las pinturas de Baskiat, que incorporan los cráneos de los rituales vudús de Haití. Asimismo, el artista conceptual Christian Boltanski, en una variante falsamente naif usa sombras chinas para representar el Holocausto.

La muerte es también el tema central del trabajo de Damien Hirst, artista británico considerado figura emblemática del movimiento Young British Artists (YBA), un fenómeno de gran éxito internacional a partir de los años noventa.  Es conocido sobre todo por sus series de historia natural, en las cuales, animales muertos son preservados, a veces diseccionados, en formol. Uno de sus trabajos más icónicos es La imposibilidad física de la muerte en la mente de algo vivo. Se trata de un tiburón tigre de catorce pies de largo inmerso en una vitrina con formol. Debido al estado de descomposición del animal, fue reemplazado por un nuevo ejemplar en 2006. Su obra es una revisión sobre los procesos de la vida y la muerte, sobre la condición vital que hace que la muerte sea algo lejano e incomprensible, sobre la inminencia del final y lo duro que es aceptarlo. “Estoy obsesionado con la vida. Me parece que la vida es tan rica y tan llena, y tan maravillosa y fantástica que el hecho de que se acaba parece… crudo”, dice Hirst.

En definitiva, son muchos los artistas contemporáneos que utilizan motivos mortuorios para expresar diferentes discursos sobre la condición temporal y perecedera de los seres humanos. Estos elementos, están presentes en multitud de manifestaciones culturales y adoptan significaciones alegóricas muy variadas, significaciones ya abrazadas, con mayor o menor intensidad, a lo largo de la historia de la humanidad. Desde la sociedad prehistórica hasta la postmoderna, ninguna ha podido escapar a su curiosidad existencial. La muerte se nos revela como un potente indicador del imaginario social, entre otras razones, porque hunde sus huellas en la cotidianidad, en los rasgos de la patología social, en los hábitos y costumbres. Actualmente, los artistas pueden querer significar el memento mori, el vanitas, vanitatum o el Carpe Diem!, pero también pueden querer provocar y transgredir al espectador a través de lo macabro o criticar cruelmente la hipocresía de la sociedad o al propio estamento del arte contemporáneo.

BIBLIOGRAFÍA

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Instalados en los límites del arte: de tiburones, ballenas y calaveras

CHECA. Fernando; MORÁN, José Miguel. El Barroco. Madrid: Ediciones Istmo, 1994.

DE LA NUEZ, I. “De cuerpo de la revolución a la revolución del cuerpo”. Lápiz, 132 (1997).

GALLEGO, Julián. Visión y símbolos en la pintura española del Siglo de Oro, Madrid: Cátedra, Madrid, 1987.

JAMESON, Fredic. El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado. Barcelona: Ediciones Paidós,  1995.

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SOLANS, Piedad.  Arte y Resistencia. Palma de Mallorca: Calima, 2008.

Para más información sobre Damian  Hirst véase: http://www.damienhirst.com/home

 

 

 

 

 

 

 

About the Author:

Miquela Forteza es Doctora en Historia del Arte por la Universitat de les Illes Balears.

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